Emilia


Aquel día Emilia se levantó con ganas de saber más, quería que el mundo le enseñase todo lo que en sus entrañas guardaba.

Quería ser bohemia y vagabundear por las calles desérticas de la luna. Quería sentir entre su pelo la brisa del amanecer y dejar que el sol calentase su piel.

Se puso sus vaqueros preferidos, los más viejos, los que como ella, habían visto cinceles que esculpieron su personalidad. Dejó su pelo enmarañado, suelto y bajó por las escaleras. Un espléndido sol entró en el portal cuando la vecina, una viejecita entrañable, entró por la puerta principal. Emilia la sonrió y fue correspondida.

Al pisar la carretera recién asfaltada notó ese olor a brea, que tanto le recordaba a la primera vez que la olió. Tenía cuatro años y enseguida Emilia relacionó ese olor a lo oscuro. No tenía miedo, la oscuridad desde siempre la había trasladado a su interior.

Un interior en su inocencia infantil, aún carente de odio, que ya poco tenía de inocente.

Ese día había un poco de viento, pero aún así Emilia no dudó en comprarse un helado de sus sabores preferido mezclados, como si quisiera poseer en un bocado todo lo que le gustaba del mundo

Emilia paseaba por la calle con andar despreocupado, intentando ignorar guerras, desilusiones y hambres de otros y centrándose en el verde siempre esperanzador de los árboles que adornaban la calle. Sorteando el estrés de los pasos de la gente, tratando no perderse entre la cotidianidad.

Mientras tanto, en su cabeza junto con las cavilaciones sonaba “the verbe”, aquella canción en concreto le recordaba al vuelo de los pájaros. Asociada a ésta idea a Emilia le sobrevino otra: la Libertad y junto a ella atrás mil conclusiones inconclusas y quién sabes si erróneas o acertadas.

En ese momento, Emilia se imaginó siendo Descartes, dudando de todo, no le gustaba esa sensación, le asustaba. Aunque por otro lado el saber que no sabía nada le incitaba a curiosear. Entonces recordó cómo en su pronta niñez, abrió por primera vez esa caja metálica, oxidada, chirriante, que poco tenía que envidiarle a la mítica Pandora, pues el abrirla trajo consigo funestas consecuencias. Fue la primera vez que notó su pómulo enrojecerse como si un fuego abrasador chocase con un objeto inerte. La pequeña Emilia trató de extinguir ese fuego externo, que sentía tan dentro, con incesantes lágrimas, pero sólo consiguió quedarse vacía.

Desde aquel suceso, Emilia había vuelto a notar esa sensación en repetidas ocasiones e hizo grandes esfuerzos por llenarse.

Sólo se había enamorado una vez y fue de un personaje de un libro, quizá fuera la certeza de que no sería correspondida lo que le llevó a enamorarse de él.

Emilia se sentó en un banco de madera, le gustaba la madera, le otorgaba paz. Subió los pies al asiento, se agarró las rodillas hasta que tocaron su pecho, apoyó la barbilla en ellas y clavó su mirada en el suelo. El viento seguía soplando, pero no era un soplo enérgico ni desagradable, sino juguetón e inconstante.

La inconstancia….su peor enemiga, o quién sabe si su mejor amiga.

Emilia comenzó a tener frío, preguntó a un transeúnte por la hora y el señor confirmó sus sospechas, ya eran las siete y media y comenzaba a anochecer.

Emilia regresó a casa y puso en su vídeo “Eduardo manostijeras” la película que de unos años para acá, veía en momentos difíciles, no sabía por qué, pero tener la seguridad de que nada podía cambiar dentro de ella le hacía sentirse a salvo.






Patricia Maestro 20 .3 .2007.

1 comentario:

  1. Aun recuerdo cuando lei esto contigo, es uno de mis favoritos, un beso wapa

    Eres la leche escribiendo
    Y la foto muy buena la iluminación momento ideal.

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