Relato de un hombre




Nunca me había percatado de ello. Yo, como los demás, simplemente lo ignoraba; pero aquel día comprendí que fue el tiempo el que había dilapidado aquellos recuerdos cicatrizados en las arrugas de su frente.
Sólo la melancolía podría haber hecho tales estragos; ahí estaba él con el pelo grisáceo, canoso por el reflejo de la luna al dormir en la calle, sucio y polvoriento del aire enmohecido de la civilización, con las manos ennegrecidas por tocar el abandono, observando y no viendo nada, desde sus ojos oscuros, que ya sólo abrían una rendija; en su mano un cartón de vino tinto con el que Fraga intentaba olvidar y ahogar los gritos de las sirenas, que en su interior, le comprimían el corazón.
Su gorro de lana raído por los ratones de la miseria, que sólo le cubría una oreja, y un jersey de un color difuso posado sobre el banco en el que pasaba las horas y los días, junto a él una radio que pocas veces se dejaba escuchar entre las burlas de los niños que, viéndolo ahí tirado sin ninguna esperanza, reían y zarandeaban la poca dignidad que le quedaba al pobre Fraga.
El invierno se aproxima y nuestro amigo no tiene donde dormir; el otro invierno dormía en una casa vieja que hacía esquina, en la cual se metía por una ventana rota, tambaleándose hasta que, como su humanidad, por el esfuerzo sin recompensa se iba al suelo y gateaba como un bebé cuadrúpedo, indefenso, sólo ante el mundo, sin unos brazos que le esperen al terminar el trayecto, sin el regazo de una madre donde dejar caer sus desdichas.
La casa ha sido derrumbada y un bloque de hormigón yace en su lugar. Fraga no tendrá donde refugiarse y su cuerpo, como su alma, estará a la intemperie. Él y su fiel compañera la soledad.
Aquella tarde soplaba un aire caliente, bastante extraño para la fecha, y en la vieja radio sonaba, entrecortadamente por las interferencias, un aria cantada por una soprano; y cuando llegó al clímax y la soprano elevó su voz hasta tocar el cielo, dos lágrimas, tan rojas como su vino, se deslizaron por sus rosadas mejillas. Fraga abrió de par en par sus pulmones al llenárselos con todo el aire que pudo coger, como si meter el aire de golpe pudiera hacerlo flotar. Cuando lo soltó, desilusionado pero, aún así, reconfortado, una gota que no pertenecía a sus ojos le sorprendió; y Fraga no se levantó, ni siquiera guardó su radio, simplemente echó la cabeza para atrás y dejó que esa agua que él creía celestial limpiase cada recoveco de su cara, cada resquicio de sus arrugas, cada mancha de su corazón.
Estuvo así hasta que finalmente aquellas gotitas finas dejaron de caer sobre él. Alineó su cabeza con su cuerpo y se presentó ante él un hermoso arcoíris, seguido de un brillo intenso. La lluvia había cesado y era el sol el que ahora gobernaba los cielos.

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